Freddy Martínez
LUISA ORTEGA:
Reconozco que estoy en el círculo de las confusiones, en el lugar de
un laberinto que me lleva y me trae hacia el caos. Me tiemblan las
manos apenas digo algo sobre los asuntos de la Santa Justicia. Las
palabras se me pierden en el vendaval de los vientos que no sospecho
si son los alisios o las brisas monzonas que regresan a sotavento.
Esos balbuceos en público delatan mis nervios hasta ayer controlados
con infusiones caseras de manzanilla. Me siento en la nada. Quiero
irme a casa a preparar ensaladas, sentarme a leer revistas, mirar
atardeceres.
SU SOMBRA:
Antes de pensar en alcachofas y en calabacines más bien vuelve a tus
estrellas Luisa Ortega; no naciste para gallina asustadiza. Considera
los libros leídos en tu juventud; invoca a las estrellas danzarinas,
esas que son necesarias llevar dentro de sí para que ocurran hechos
extraordinarios. Todavía no es momento para que dejes de lanzar las
flechas de tus anhelos aunque esté cerca el tiempo en que la cuerda
del arco deje de vibrar.
LUISA ORTEGA: ¿Será
que estoy en el tiempo de la transición y no me he dado cuenta? Mis
recientes enemigos son ahora mis amigos y mis recientes amigos son
ahora mis enemigos. He de abandonar con prisa el barco que promovió
mi nombre entre los anónimos abogados de mi generación. Seré la
primera en salir por la cubierta ahora que soy una celebridad entre
los venezolanos. Soy Luisa Ortega y serán pocas las cosas que debo
empacar al momento de saltar de la nave, pues, según mi consorte,
estamos sobre un polvorín a punto de reventar. La valija y el
pasaporte están ya prestos por si las cosas pasan a niveles
insostenibles. Ya sabes, como toda elegante mujer de derechos, llevo
lo imprescindible: mis tintes Nordic Blonde, el Wella Koleston para
rubios sorprendentes y algunos paquetes del Henna Color, comprados
especialmente a la Radhe Shyam.
SU SOMBRA:
Trato de entenderte, pero recuerda, soy tu sombra, no tu luz. A lo
sumo, soy solo un espectro escondido en los pequeños resquicios de
tu conciencia a fin de advertir lo que
precisamente eres para la realidad; una vez incido, otra vez
persuado, pero sigo siendo sombra. Recuerda, solo tú corriges tu
propia máscara.
LUISA ORTEGA: Eres
mi conciencia, ni más ni menos; tu también eres Luisa Ortega. No te
escondas más de lo permitido hasta ahora. He sido juzgada en el
pasado. Todavía me revolotea en la cabeza el discurso improvisado de
los muchachos del 12-F, sobre todo, el de aquel extraño experimento
merideño del sector derecho que
pedía mi cargo
por corrupción
e incapacidad;
discurso que ahora
tomo como una licencia de su particular manera de ser. No llevo
rencores, aunque mis nuevos
amigos deben agradecer
que la Institución a mi
cargo trabajó para que
Leopoldo fuese juzgado solo por delitos leves y no por los cuarenta y
tres difuntos que la dictadura quiere achacarle.
SU SOMBRA:
Solo los tontos se tropiezan con la misma piedra Luisa Ortega,
tardaste mucho tiempo para dar el paso; no atendías mis consejas.
LUISA ORTEGA:
Douglas dice lo mismo. Él considera que debo quitarle una de las
patas a la mesa del Estado para que el gobierno cojee y se caiga
completo. Ese Douglas y sus metáforas pueblerinas jaja, pero sin
muchos comentarios, así es como piensa nuestro inagotable
guerrillero. Empero, si tropezaba con la misma piedra, era un juego
de mi capacidad dialéctica en el entendimiento de la política. ¿Qué
me dices de mis nuevos FreshLook tirando hacia lo verde?
SU SOMBRA: Eres
la misma de siempre Luisa
Ortega. Ya me daba cuenta
que también los ojos cambian de color. Cuando eras “la china” a
secas, en la época cuando usabas esos
jumpers colegiales
como las demás
muchachas de Valle de La Pascua, tus ojos pintaban a marrones. Ahora
que tienes un nombre hecho para la tribuna, tus enemigos dirán que
te pareces a una maestra de la Colonia Tovar ya entrada en años.
Pero noto que, a pesar de todos esos vaivenes del alma y de sus
transformaciones, conservas el don de la altivez; ciertamente, no es
tan cuestionable hacer amistad con los sordos que nunca oyeron lo que
siempre quisiste decir; pues, aunque no seas boca para esos oídos,
la humillación así es mutua, es recíproca; comprensible para los
intereses de cada quien y, aun cuando no queramos, todo tiene su
precio: tu doblas las rodillas por el limpio porvenir; ellos sacan tu
rostro del muro de las amenazas.
LUISA ORTEGA:
Mis recientes enemigos, que antes eran mis amigos, también me
atacan. Me sacan todos los trapitos al sol: que la reunión por unos
dólares en Barquisimeto; que la Importadora de mi hijastra en
Panamá; que una vida tranquila en el exterior; que las omisiones y
los silencios por los linchamientos; que los niños en las
barricadas; que los negocios turbios de Germán; que mi fidelidad
política con Douglas; que mi relación también política con Henry;
que las peluquerías; que mis carteras de la Louis Vuitton,
que mis prendas de la Vie en rose; en fin, ¿qué más pudiera
decirte?
SU SOMBRA:
Lo
que no quieras revelarle
ni siquiera a tu sombra también
vale. Si estuviera contigo
frente a un espejo insistiera
sobre la falta de brillo en
tus pómulos. Dijera también
que hay un desequilibrio estético ocasionado por un plebeyo hueso
que
sale de tus ojos,
inamistosamente posado cerca de tu nariz. Cuando
veo tu rostro
en los periódicos percibo una
gran preocupación por la
imagen perfecta. A pesar de
esos lentes de utilería,
nada en ti sobra. Hay soltura en tus manos en
una relación de plena seguridad con esos oscuros trajes que
regularmente usas. Si fueran a elegir a una mujer elegante en
funciones de Estado seguramente te escogerían a ti. Sin embargo,
cuando acusaste a la GN por el caso homicida del muchacho caraqueño
tu rostro se turbó completamente con líneas expresivas muy
marcadas. Tu mirada redundaba entre esos espacios desordenados llenos
de fogosos periodistas. El pobre fotógrafo de la Institución no
encontraba qué hacer. Ni siquiera Germán pudo auxiliarte cuando le
pedías ayuda urgente. ¿Dónde estaba la Luisa Ortega que no
engañaba con sus gestos? La pena también fue mía. Pero no hay
mucho de qué lamentarnos Luisa Ortega. También hay cosas notables
que debemos llevarnos en las valijas.
LUISA ORTEGA: Para
ser mi sombra tampoco a ti te sobra nada, casi
que me haces volar al tiempo de mis escapadas a la discoteca
La
Sorcière o al Club Barbarella, cuando era apenas
una desconocida estudiante de leyes. Los anacrónicos valencianos me
preguntaban en broma si era familia de unos nobles Ortegas
provenientes de no se cuál provincia española; de allí salían
conversaciones sobre mi perfil de “china” y de mi nariz. Pero
mejor no hablo de mis “físicos defectos” para no regresar a
aquellos episodios del pasado. Eres incorregible sombra.
SU SOMBRA: ¿Dónde
van a parar los casos que te
hicieron célebre? ¿Qué
queda por hacer mientras los vaticinios de tu consorte se hacen
posibles?
LUISA ORTEGA: Declarar
la dictadura, ¿acaso hay
dudas? y si
preguntas por los casos de Yumare, Cantaura,
Noel Rodríguez o
las once mil víctimas de la democracia, todo
quedará sencillamente
como un simple anecdotario de un momento y de cuyas causas no quiero
acordarme. Menos mal que en
las peluquerías no se habla de esos temas. ¿Qué
hora es? En este círculo
de laberintos y confusiones debo consultar
con urgencia
los precios nuevos
de la Radhe Shyam.
Voy
entonces
por mis estrellas danzantes
para los rubios
sorprendentes; para los
rubios extraordinarios.
Definitivamente.
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